miércoles, 16 de marzo de 2016

Una Aurora

Entrando estoy fuera. Entrando se rompieron los muros.
También yo podría salir de este tiempo, de estos lugares llevada por rápidos corceles. Dejar así lo que no tengo, fuerzas para cambiar mi viejo amor envejecido.

Aurora Ludovisi

María había entrado en el Casino de los Ludovisi una tarde soleada a finales de mayo de 1672. Desde tiempos de Gregorio XV, papa de la familia Ludovisi, sus jardines se habían convertido en un maravilloso lugar de encuentros y paseos. Para María, incluso tras el matrimonio con un Colonna y tener a disposición otros jardines, aquellos eran su lugar preferido en la ciudad. El Casino Ludovisi, esa casa de campo construida como una isla y un simple refugio para vivir mejor la belleza del jardín, siempre la había atraído desde su regreso a Roma.
El Guercino y el Tassi habían iluminado esta sala hace más de 50 años rompiendo con su pintura el bajo techo. Con ellos entró Eos y allí se quedó: el blanco, el rojo y el naranja de esta aurora briosa como ejemplo de un inicio constante. Con su arte rompieron los muros haciendo que entrara el viento, el movimiento, un ‘¡afuera!’ en este espacio que se te mete dentro. Empezar, emprender, una A capital para cada día.
Mañana también ella abriría el día corriendo a caballo hacia un tiempo nuevo. Dejaría atrás las cosas viejas. Empezaría de nuevo, aceptando el camino y que un día llegaría una noche sin aurora.
-No, no me das pena, Titono.
Bajo el velo que cubría al viejo imaginaba las facciones de su marido. El matrimonio con Lorenzo Onofrio fue impuesto como un trato de estado por parte de su tío, el cardenal Mazzarino, para romper un amor imposible entre el poderosísimo rey Luis de Francia y ella. Aún sentía las náuseas del largo viaje alejándose de Versalles y las terribles fiebres en Italia.
Un poco de aire, un cielo y plantas convertidas en un regalo para recuperar el tiempo de los inicios, un paraíso, unas espérides que para ella estaban cerca de París. Ella sentía el perfume de las flores, del rocío, derramados, frescos, con una claridad que iluminaba sus proyectos, el futuro de un tiempo nuevo que se abría, poco o mucho que fuera, ante ella. Tantas cosas no podía cambiar, pero ahora sabía que algo nuevo nacía para ella.

Su matrimonio que había nacido con el miedo y una relación hecha de educados protocolos, poco a poco había dado lugar a chispas de pasión e incluso momentos de ternura. Cuantas cosas se comparten, se aprenden, se aceptan. ¿Conformismo, resignación o adaptación? Lo cierto es que ella no sólo había sobrevivido sino que había disfrutado del tiempo, con una libertad extraña para la época y que todas envidiaban imitándola o difamándola. Habían nacido tres hijos. Y, sin embargo, había llegado el tiempo en que no compartía el lecho con Lorenzo desde hacía meses. Una decisión que había tomado y comunicado hablando abiertamente con él dejando al descubierto unas infidelidades que parecían normales, disculpables para todos menos para ella.
Decían que el amor rejuvenece, que el tiempo no importa. En cambio, para ella, como le recordaba Eos y Titono, el amor en diversos momentos de su vida le había traído dolor en forma de distancia resquebrajadora. Primero renunciando a lo que quería y no podía ser, luego renunciando a quien no la quería y pretendía ser marido sólo en apariencia.

En el cielo de la sala Eos parecía tan feliz. Por una parte pertenecía a un tiempo de titanes, de fuerzas impetuosas, hija de Hyperion. Por otra, podía permitirse la debilidad de elegir libremente, subyugada por esa fuerza del amor hacia un mortal.
Eos había elegido y había obtenido un amante sin tener en cuenta los cambios. Esa aurora de encarnadas mejillas había pretendido un amor eterno haciendo inmortal a Titono, sin considerar que no es importante sólo el final sino sobre todo el tiempo del camino. No importa que el vínculo dure para siempre si se transforma en una condena. Titono enamorado, siempre detrás, sin morir pero cada vez más viejo, sin fuerzas, recordando cada mañana a Aurora una miseria que ya no soportaba. Su tiempo no era el suyo, no había sintonía, sin acorde, curiosamente sin ir a tiempo ni sonido. Y eso que no se arregla en el tiempo no se arregla con la eternidad.
Ella, una de las graciosas ‘mazzarinette’ no había elegido –afortunadas las pocas mujeres que puede escoger- y había obtenido un marido siendo consciente de los cambios lentos o rápidos que van sucediendo.
Lorenzo nunca fue su dios pero no por ello su desilusión fue menos grave ni menos fuerte su determinación. También ella, como Eos, daba la nota buscando la sinfonía, desgranando su tiempo.

Ahora, viendo esta Aurora –parece feliz en su condena y dolor matutino-, salgo de nuevo al jardín para respirar a pleno pulmón. Tierra de Lúculo, jardín maravilloso que vive, que necesita mil curas, agua y luz de esta Roma con la que pronto, muy pronto, romperé.

Corred caballos hacia el poniente y el mar llevando mi dolor y esperanza. Quizás encuentre de nuevo a mi sol, mañana.

martes, 1 de marzo de 2016

Locuras


Una invitación a contemplar este cuadro, a entrar en la historia de Juan Gilaberto Jofré, en la Valencia de finales del s. XIV e inicios del XV... y en nuestras locuras. En este callejón...
El padre Jofré protegiendo a un loco. Obra de J. Sorolla como trabajo final durante su estancia como becario en la Academa de España en Roma 1887

Yo nunca estuve loco del todo, aunque poco a poco ese todo se va haciendo más pequeño. Al menos, así parece. 
Hubo un tiempo en que nadie me escuchaba. Estaban todos muy serios cuando trataba cuestiones de filosofía del derecho o sobre las bases éticas de las leyes. Incluso yo estaba serio. ¿Quién lo diría?
Hubo un tiempo en que sólo tenía ideas raras o excentricidades pero yo no era el raro. Me querían más o menos y yo me quería seguramente más que ellos. Era un tipo. Podía decir mentiras o verdades sin pensar que por decirlas se convertiesen en verdades o mentiras. 
Eso sí, las verdades parecían tales cuando eran un recuento cruel y despiadado, lista de cadáveres que sumía el tiempo en una especie de rigor mortis. Las mentiras en cambio viajaban sobre pies alados, inaferrables, juguetonas y pillas. Era importante no mirarlas a los ojos como tú haces ahora. 
La verdad parecía una historia sin palabras y sin personas: restos de hechos. La mentira eran los hijos que vendrían, reciclados, reconvertidos, rehechos. Por eso decidí que mis mentiras nunca podrían ser verdades y que las verdades tendrían que progresar, moverse y hacerse livianas.
Hubo un tiempo en que podía explorar las mil posibilidades de utilizar mis sentidos y mi cuerpo jugando a sentir el tacto de las superficies con la nariz, percibir la vibración del sonido con las yemas, gustar el sabor del agua, fresco como la corriente que entraba en mis oídos al sumergir mi cabeza en un riachuelo. Con dos trazos de color creaba un mundo porque sabía que el otro tenía ya su creador. Y era bueno.
Ahora, mientras me encuentro en este callejón, no soy alguien al que la naturaleza tema mientras vivo y sé que un día algo de ella no morirá definitivamente conmigo. No, ahora veo que la naturaleza no perderá nada conmigo porque todo quedará reducido a naturaleza, a un producto, siguiendo las leyes de conservación. Cualquier otro lo podrá hacer, cualquier otro podrá ser yo, ocupar un lugar con materia en movimiento, en este o cualquier otro tiempo. 
Por eso, no hace falta nada para estar loco. No se trata de ser un bicho raro sino todo lo contrario. Es mi locura: no existe la normalidad. Esa es la norma. ¿Por qué la tuya o la otra o la que nos mantuvo como carcamales durante siglos y siglos? Salgamos de la prisión de la rima y el endecasílabo, del cuerpo y del vestir, de las leyes o el razonamientos, de la mismísima palabra para ser al fin libres, no importa si muertos pero libres, todo por la libertad o todo por mi pueblo o todo por nada, es igual. Se puede dar todo como kamikaze o mártir y ¿quién distingue entre ambos?
Soy un loco y soy libre. Yo soy el que decide entre ambos. ¡Qué maravilla! A partir de esta revelación, cada vez que veo el reflejo de mi imagen me parece que corresponde con lo que quería, con lo que los otros esperan ver. Acomodante, con el aspecto de subversivo, libre pensador, artista o extravagante. No puedo humillarme ante las convenciones sociales y quiero que mis actos tengan los mismos derechos que las instituciones seculares, el mismo reconocimiento legal. No sólo soy Napoleón sino que, porque lo soy, quiero que todos lo reconozcan. Y acabo siéndolo. ¡Qué fuerza popular! Recito el papel de un dios que juega a tomar las semblanzas de un humano, engañando para reírme de las tristes historias, para quitar importancia a los pobres placeres, para luego escaparme más allá del tiempo.
Pobres locos: los locos de un tiempo encerrados, maltratados, sucios y fuera del mundo, endemoniados sin razón e imprevisibles. Harapientos y malnutridos, nauseabundos y poseídos de espíritus malignos. Dignos de pena o de risotadas de escarnio. Y aún hay gente que se descerebra para entender algo ¿por qué no se ríen conmigo? Que los lleven a una estructura donde ya alguien se ocupará o mejor ¿Por qué no siguen las tendencias virales y brillan durante segundos ante el público atónito? Es hora de estar a la última de palabra y cuerpo. En las toneladas de imágenes y sonidos ya no hay palabras, no se notan, y tampoco hay locura. La locura es un imprevisto intolerable. La locura es tolerar cualquier cosa como un imprevisto.
Virtualmente ya no hay locos que tiren piedras, ni locos que simplemente contemplen, ni locos que se interpongan con gesto temerario y severo, ni locos postrados. ¿A qué sí? ¡Dime que tengo razón!