viernes, 27 de julio de 2007

Infierno

Eran ya las 10 y media cuando Eneas entró en la pequeña iglesia barroca ricamente decorada de mármoles, angelotes, glorias nubladas en las que la pintura y la escultura jugaban a engañarle, como la fachada del arquitecto Soria, como el rechoncho Moisés con el que se tapa más que culmina el acueducto alejandrino, como Piazza Esedra o de la Repubblica, como los inmensos espacios que se esconden tras la fachada de laterizio romano de Sta. Maria degli Angeli. Todo parece un trapantojo, un juego en el que la sencillez de las historias que se suceden dan como resultado una complejidad terrible.

Armando se había quedado fumando un cigarrillo bajo uno de los naranjos de via XX Settembre, ignorando tanto el tráfico como los macizos y seriotes edificios ministeriales. Largo Sta. Susana con sus dos iglesias y su nombre contrasta con el ambiente ‘importante’ del cercano Ministero dell’Economia, la gigantesca publicidad de Armani al lado de Banca de Italia. Como un marca-senderos los naranjos venían desde Porta Pia hasta la misma puerta de Sta. Maria della Vittoria, bajitos, cargados de fruta, como de juguete en medio de tanta ‘roba seria’ como dicen en estos lares.

Las Náyades habían dado al duro metal curvas sensuales, las lucidas columnas del Grand Hotel parecían estar preparándose en la línea de salida en competición con los leones de estilo egipcio que guardan como gatos el fontanón del sucio y rechoncho Moisés. De la luz a la penumbra constantemente. Cerró por un momento los ojos apenas transpasado el umbral. Se sentía mareado. Demasiado café, demasiadas imágenes para los primeros 500 metros de la ciudad, cómo seguir en esta selva de historias. La vida, la ciudad es un sueño y un teatro en el que no acababa de encontrar su papel. Llegó como un ladrón el desánimo, sin motivo. Como una visita que rompe los cerrojos de las seguridades. Como una injusticia que es siempre posible pues el gran engaño parece la propiedad de los sentidos, el ser dueño de lo que se vive o creer saber que se está viviendo.

“Derrota es el infierno de perder el sendero de la esperanza”. Decía su antepasado rey del Polo en su diario-herencia para sus sucesores que emprendieran el viaje a Roma.

Nunca se había sentido tan lejos de sí mismo, de su historia. Veía con los ojos cerrados las imágenes de la memoria como las ve un moribundo llegando a la meta, a la muestra en donde dejar las aguas que ha conducido. Aspiraba el aire de la pequeña iglesia saboreando los olores como única medida del tiempo. Todo se perdía constantemente. Él era todo y nada.

Como sonámbulo avanzaba por la nave de la iglesia, recogiendo con el tacto las huellas de las cosas pues todo se había ya marchado: las manos, los ojos, las palabras, las batallas, las pasiones y la esperanza que lo habían traído y de los que habían construido el mundo en el que estaba. Aquella mano de niña que lo guiaba ¿dónde estaba? No la reconocía en los angelotes ni en las huesudas de la muerte figurada. ¡Cuánto daría por ser encontrado! Salvado por los pelos como los marineros que había visto naufragar, asido por una mano que estaba fuera del peso muerto del agua profunda.

Sus ojos se agarraron al final a aquella mano blanca, abandonada. No luchaba, no se denodaba ni debatía. Arrastraba hacia lo alto el peso de su pequeño cuerpo prendido en la invitación a una danza, a un beso delicado, al primer encuentro de muchos otros que nada podría interrumpir. Una fuerza que vence la gravedad, que está más allá de los espectadores, del teatro del mundo y que al final, más allá de los sentidos, hace probar la eternidad y volver a esperar por la única razón de haber gustado. Infierno y paraíso.

martes, 17 de julio de 2007

Sombras

-Imaginaba que estabas aquí.
-Sí, he seguido la primera indicación del Diario. Es maravilloso, he pasado por otro tiempo, por pozos, colores, espacios, sonidos...
-¡Uf! Sí que sois complicados los pingüinos viajeros. ¡Y yo que le había prometido a tu padre que te haría de guía en Roma! Nadie mejor que un ex-taxista. Pero veo que viajas por otras calles. Y ahora ¿qué? Yo he comprado unos cornetti pensando que aún estabas durmiendo. ¿Te van?
-Claro. El café era buenísimo pero tengo el estómago vacío. En el Norte tomamos siempre algo más ‘sólido’.
-Mira, podemos sentarnos en las escaleras bajo la sombra de la columna, en la plaza.
-Como decía el gran Asterix ‘estos romanos están locos’. En una ciudad para disfrutar y contemplar no tenéis apenas bancos. Veo que es una ciudad en vertical en altura y profundidad, extrañamente fálica y poco acogedora, poco horizontal. Sólo la Venus Vencedora del Cánova parece entregada al deleite de lo horizontal.
-¿Cómo? No te olvides del éxtasis, del abandono amoroso de Sta. Teresa.
-Vivo sin vivir en mí
Y tan alta vida espero
Que muero porque no muero... Un morir en vida. Vamos. ¿Dónde se encuentra?
-Aquí cerca, en Sta. Maria della Vittoria.
-‘Victoria: morir en vida’. Roma da sentido a las palabras, es como un gran gesto que las hace comprensibles: ‘En la Iglesia del Pozo tumba de mártires, brilla el ave que renace y así allí empecé mi camino. Victoria: morir en vida’.

-Descansemos aquí un momento –dijo Armando cuando llevábamos 5 minutos caminando-
-Pero si está lleno de botellas, papeles, restos de comida... y mira como huele.
-Me parece que tendremos que hacer como un tal Plinio con su bola de ámbar perfumado en las manos. Pero no la tenemos y yo estoy cansado. Ahí tienes además las antiguas Termas de Diocleciano y la fuente de las Náyades por si quieres ‘refrescarte’, al menos con tu imaginación que todo lo puede.
Nos sentamos bajo las encinas. Por detrás y por delante el paso incesante y veloz de los coches sobre los sampietrini transmitía una extraña inquietud y traqueteo de urgencia. ¿Qué hacéis parados? Escondidos entre las encinas, unos quioscos para la venta de libros usados parecían objetos de un mundo paralelo como el obelisco que recordaba a los 500 héroes del nuevo ‘imperio’ italiano y que aún hoy dan nombre a esta plaza ‘dei Cinquecento’. De Heliópolis y Ramses al templo de Isis en Roma, desenterrado junto a Santa María Sopraminerva para ser monumento funerario ante la vieja y primera estación, relegado a este pequeño jardín como los grupos de extracomunitarios que aquí se reúnen. Imperio, olvido, éxtasis, muerte y vida bajo su sombra...

Panderetas de plata verde
En delicada piel de savia
Que entre los dedos del viento
Regalan corrientes vivaces
Subiendo desde los pies.
Con jornadas de luz que se toca
Con fuerza en los colores
Se derrama la sinfonía
De la entrega entre los seres
Que al ser se consumen.
Sombras.
Su tiempo es la medida
Del recibir y del dar
En péndulo que suena en la conciencia
En la voz que sonará para siempre
Un eco que se alimenta
Del que por primero y último
Tiene la locura
De dar sin pedir.